3 de julio de 2023

«Sentido», El farero – Premio Especial Lee Los Lunes

Por Delicias De Letras


El mundo es la totalidad de los
hechos, no de las cosas.

(L. W.)


1


Hace ya muchos años que le envié a un amigo de Santo Toribio -de la parroquia
de las Delicias, claro- un poema para que lo incluyeran en el siguiente número del
fanzine Lee Los Lunes que allí publicaban. Parece que el asunto se atascó en alguno de
los múltiples entresijos del mundo editorial. Intento aclarar algo en twitter y consigo
aclararlo todo. Dice en @leeloslunes: “Cuando podemos, sacamos «Lee Los Lunes»”.
Pues eso, no han podido… Pero me estoy alejando de la historia que iba a contar.


Con aquel envío pretendía contribuir a completar el texto publicado en el
número 05 de Lee Los Lunes bajo el nombre de FARO. En este relato mi amigo de
Santo Toribio había adornado profusamente una anécdota que me había ocurrido días
atrás, y a la que entonces no le di mayor importancia. En esencia: después de un paseo
rutinario de limpieza en la playa contigua a mi casita, al separar la abundante basura
en distintos montones para su posterior tratamiento, me llamó la atención una pequeña
botella que llevaba dentro otro recipiente casi lleno de mercurio. Como esto necesitaba
un tratamiento especial, me lo llevé a casa. Allí descubrí que la botella, además del
recipiente con el mercurio, también tenía unos trozos de papel. Al juntarles podía
leerse, aunque incompleto, un poema. Y aquí termina todo. Yo no proporcioné más
información a mi amigo de Santo Toribio. A cambio recibí un inesperado regalo, un
libro de cuentos fantásticos que, si no recuerdo mal, llevaba por título algo así como
Bruja que no has de quemar… Este libro era otra de las aventuras editoriales de la
parroquia de Santo Toribio, dentro de su programa “Delicias, un barrio para todas y
todos”. En él se incluía, entre otros muchos, un cuento que hablaba sobre la
imaginación y su importancia, con un personaje llamado Xx que terminaba enredado
con bolas de mercurio. Entonces entendí que mi amigo de Santo Toribio había
aprovechado la anécdota que le conté de la limpieza de la playa para continuar aquella
extraña historia. En fin, creo que, nuevamente, me estoy alejando de la historia que
intento contar.


Mi casa de la playa es una antigua construcción de pescadores que dista poco
más de tres kilómetros del ayuntamiento de la localidad. Durante la segunda mitad del
siglo XX fue utilizada como vivienda por algunas familias, aunque a finales de siglo
ya era usada únicamente como almacén-trastero. Está perfectamente arreglada, lo que
me permite pasar en ella largas temporadas. Tiene una estancia principal y dos cuartos
pequeños que hacen la función de dormitorios. Muebles, los imprescindibles. También
destacaría varias estanterías repletas de libros -nunca he contado con precisión el
número de libros, pero no creo que sean exactamente cuatro mil ciento setenta y seis,
como decía mi amigo de Santo Toribio en su relato- y un cuadro del Faro de Punta
Mogotes, del pintor hiperrealista argentino Horacio G.


Largos paseos bajo la lluvia o el sol. Tardes enteras con un libro entre las
manos. Mañanas ocupadas con pequeños trabajos de mantenimiento. En fin, una rutina
que se vio alterada en aquel paseo de limpieza con el encuentro fortuito de la botella,
el mercurio y los trozos de papel. La botella y el mercurio terminaron en una de las
estanterías, junto a los libros, donde allí siguen. Con los trozos de papel me propuse
juntarles y completar el poema, cosa que no logré. Todo esto, como ya dije, se lo conté
a mi amigo de Santo Toribio… ¡me ha vuelto a pasar! ¡me estoy alejando de la
historia que quería contar!


2


La biblioteca del ayuntamiento se encontraba, como siempre, en silencio. El
lejano y constante sonido de las olas hacía más placentera la lectura. De pronto noté
una sensación extraña, como si alguien me estuviese observando. Levanté la vista y
ahí estaba, ante mí, sonriendo. Me hizo una seña con la cabeza y se dirigió hacia la
salida. Inmediatamente cerré el libro y seguí sus pasos. Una vez en la calle nos
saludamos un tanto fríamente, al menos por mi parte, y enfilamos el camino del
puerto. Al cabo de un largo silencio comenzó a decir:

-Lo sé, lo sé. Imagino que está usted algo enfadado. Créame, no tiene la menor
importancia. Sí, sé que me buscó insistentemente en varias ocasiones, durante varias
semanas, pero yo… estaba ocupado en otros asuntos -y como yo le miraba sin decir
nada, continuó-. Cuando nos conocimos hace años en esa misma biblioteca fue usted
quien se dirigió a mí. ¿No lo recuerda? En cierta manera solicitó mi ayuda. Estaba
mareándose con un poema, intentando completarlo y no sabía como hacerlo. ¿Pensó
que yo estaba haciendo crucigramas…? Después, con el poema completo, todo fueron
“gracias, muchas gracias” y prisas, sin reparar en nada, sin preguntar nada. Y ahora…
bueno, quiero decir, cuando se dio cuenta de lo imposible que era completar el poema
sin conocerlo previamente… ¿qué piensa?
Yo seguía empecinado en mi silencio. De pronto hizo ademán de marcharse.

-¡Espere!, ¡por favor! -acerté a decir.

-¿Qué piensa? -insistió en preguntarme.

-Seguro que usted ya sabe lo que pienso… o, más bien, las dudas que me
asaltaron entonces… aunque -reí con ganas- solo tengo verdaderamente una duda.

-¡Adelante!

-¿Es usted Xx? -le dije, esperando una reacción que no llegaba-. ¿Conoce la
historia de La extraña prueba?


Un nuevo y largo silencio dejó en suspenso la conversación. No era un silencio
violento, muy al contrario, era un silencio cercano, necesario para poner en orden los
pensamientos.

-No -dijo con firmeza-, ese no es mi nombre. Tampoco creo que dos
consonantes puedan ser el nombre de nadie. Seguro que es una ocurrencia literaria -y
pronunció la última palabra enfatizándola lentamente- de su amigo de la parroquia de
Santo Toribio. Sin embargo… -dudó un poco, como si no estuviese seguro de lo que
iba a decir- la historia que se cuenta en La extraña prueba… claro, claro que la
conozco. ¡Hace tanto tiempo de todo!

-Pues entonces, ¡cuéntemela!

-“Hubo un tiempo en el que todo podía ser: había nieve en invierno y carbón en
la carbonera”… -empezó diciendo como si lo supiera de memoria, y siguió contando
la historia que yo ya conocía.


Mientras escuchaba atentamente llegamos al puerto. Un fuerte olor a pescado y
a gasóleo me mareó ligeramente. A partir de ese momento todo me empezó a resultar
desconocido… y, a un tiempo, conocido también. Era como si le faltase “lógica” a
todo lo que me rodeaba. Ante mí empezaban a aparecer distintos lugares y en distintas
épocas, todo mezclado sin apenas sentido. El espacio y el tiempo se habían alterado de
una manera descomunal. Mi acompañante seguía hablando cuando acerté a ver un
cartel que decía “El puerto de los sueños”. ¡Ese era el título de un cuadro que había
visto recientemente! Poco a poco el desconcierto fue haciendo presa en mí. Llegamos
al borde de unas escaleras que daban acceso a la zona del embarcadero y comenzamos
a bajarlas… Cuando llegamos arriba, salimos… Sí, me costó reconocer el lugar, ni
rastro de barcos, ni puerto, ni playas,… al otro lado de una tapia se veían unas vías y
un tren que se acercaba lentamente. Miré hacia atrás buscando de donde veníamos y
reconocí la antigua salida del túnel de Labradores, en el lado de las Delicias.


A partir de ese momento -si es que se puede seguir hablando así- todo fue
vertiginoso. Mi acompañante, además de seguir contándome la historia, se empeñó en
mostrarme lo que no había entonces en ese barrio: ni rastro de los IES Arca Real,
Delicias y Ramón y Cajal; ni rastro tampoco de la Escuela Oficial de Idiomas. Me
enseñó también algunas calles sin asfaltar, como la calle Hermanitas de la Cruz, e
insistió en la ausencia de la escultura de Santa Ángela de la Cruz. Tampoco estaba la
de Mahatma Gandhi. Seguimos así recorriendo el barrio hasta que, recobrándome un
poco, logré preguntarle:

-¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué hago yo aquí y ahora?

-Eso es algo a lo que yo no puedo responder -dijo, sin apenas mostrar emoción
en sus palabras.

-Pero, entonces…

-¡Intente mezclar metafísica y matemáticas, como hace su amigo de San…!


El ruido provocado por la caída del libro que estaba leyendo me devolvió a la
realidad. La biblioteca del ayuntamiento se encontraba, como siempre, en silencio. El
lejano y constante sonido de las olas hacía más placentera la lectura.