«El final de la lluvia» – Juan Pedro Martín Escolar-Noriega
Por Delicias De LetrasLas Delicias, esas Delicias de nombre tan bello pero entristecidas por la dura posguerra, hoy, 16 de julio de 1949, son una fiesta. Un sarao abatido y mustio de aflicción luctuosa en una época nada dada a las alegrías. En la calle Tranque, calle corta entre descampados, las casas molineras, construidas sobre tierras de labranza de las huertas que se ubicaban más allá de la puerta de la Merced, de fachadas de ladrillo se han embellecido con farolillos y banderines de colores, sus vecinos han salido a la fresca a platicar sobre las vicisitudes de la jornada laboral de ese sábado en los cercanos talleres del ferrocarril donde todos los hombres trabajan.
Sancha aparta el visillo y mira tras la ventana hacia la calle. Se asoma y, al fondo, observa los campos oscuros, cercanos, cortados en el horizonte por una masa de nubarrones negros que presagian tormenta. Vuelve la vista hacia la acera de enfrente y mira a su marido, Rodrigo, que en esos momentos, rodeado por otros hombres tan jóvenes como él, alza la bota de cuero y da un largo trago de vino recio de esta tierra. Cierra la ventana y se sienta al borde de la cama. El cuarto está en penumbra. Contempla los pobres muebles que en el otoño pasado se han traído del pueblo cuando vinieron a ganarse la vida a Valladolid, esa ciudad, ella no lo puede saber, que todo lo había tenido y todo lo había perdido. Piensa en qué podrá echar mañana en el puchero o si se tendrán que conformar otra vez con ese pan negro hecho de salvado y pedazos de espanto.
Barrio relativamente nuevo que va creciendo al otro lado de las vías del tren con casas levantadas de forma ilegal para hacer más grande a una vieja y pequeña ciudad, opaca y reservada, y, sin embargo, oasis de esperanza donde piensa que podrá tener una vida mejor de la que estaba condenada a vivir en el medio de la nada de la infinita meseta de la Tierra de Campos donde había nacido.
Mañana, domingo, después de misa en la cercana iglesia, recién reconstruida por presos tras las cicatrices de la guerra, de la plaza del Carmen, que debe su nombre a la patrona del barrio cuya fiesta se celebra hoy, irá del brazo de su marido, atravesando las vías del tren, a pasear por el Campo Grande, vergel de hechizo verde, para ver los alegres colores de los pavos reales y soñará que algún día su vida se llene de esa tonalidad tan deseada, cuando sus calles sucias de tierra y barro tras la lluvia que amenaza con caer se conviertan en un lugar donde vivir no sea tan duro.
Han empezado una nueva vida en este barrio de las Delicias de calles ferroviarias, luengas y lacrimosas por la niebla en los duros inviernos, tórridas y ardientes en la canícula del estío, habitadas por gente humilde de hollín y humo de los trenes.
Han pasado cuarenta y cinco años. Sancha es ahora una mujer de mediana estatura, de pelo canoso y mirada apagada. Está otra vez anocheciendo como aquel día lejano cuando vuelve a acercarse a la ventana de su modesto piso del paseo de Farnesio que consiguieron comprar su marido y ella, cuando la piqueta ávida de terrenos para construir nuevos edificios derribo su primera morada, con su modesto salario de apenas
cuatrocientas pesetas diarias, ahorrando con sangre, sudor y lágrimas, hace veinte años. Descorre como aquella tarde tan lejana el visillo y mira hacia la calle. Ya no está Rodrigo que ha fallecido el año pasado y sólo puede divisar la larga tapia de ladrillo rojo hasta llegar al túnel oscuro sobre el que circulan los convoyes deslumbrantes del amanecer. Tuvieron un hijo que hace unos años se fue a vivir a Madrid con su mujer en busca de un futuro mejor como hicieron ellos cuando llegaron del pueblo siendo tan jóvenes.
Ha sonado el timbre en la puerta de la calle. Un rayo de luz de la farola de la acera entra, filtrándose tras el visillo, debilitándose después en la blancura de la contraventana.
—¿Es para mí? —exclama su nieto que vive con ella tras abrir la puerta de su habitación en la que está estudiando para poder entrar a trabajar en la FASA.
—No —le contesta Sancha desde el final del pasillo—, era la vecina para pedirme un poco de aceite para la cena, pero hace un rato ha llamado tu amigo Pedro por teléfono y me ha dicho que no puede venir. ¿Quieres cenar?
—¿Y eso?
El muchacho se encuentra abatido por la noticia.
—No lo sé. No me ha dicho nada más y no le he preguntado. ¿Quieres cenar ya? —insiste su abuela.
—No, ahora no. Es pronto aún.
El muchacho cierra la puerta y se tumba sobre la cama. La lluvia apenas es un zureo en la ventana. La escucha meditabundo y piensa que le agradaría sentirla sobre su cuerpo después de toda la tarde encerrado estudiando. Se pone el chaquetón y decide darse un paseo por el cercano parque de la Paz, única zona verde de este barrio de pabellones y polvorines cuarteleros acotados por tapias, garitas y alambradas que han ocupado amplios espacios que, en un principio un tanto apartados de la ciudad, terminaron por ser rodeados de calles y casas configurando un paradójico escenario en el que no estaba claro si los ciudadanos rodeaban a los militares o éstos vigilaban a los civiles, y ver como el agua moja el césped mientras huele el olor de tierra mojada. Observar la lluvia a la luz de los faroles; presagiar que bajo él ella cae más fuerte para despejarse.
Sale al pasillo tras cerrar la puerta de su habitación. En la puerta de la calle alza la voz:
—¡Me voy a la calle un rato!
—Está lloviendo mucho, ¿dónde vas?
La voz de Sancha se pierde cuando el chico desciende por las escaleras con rapidez. El portal está mojado por las pisadas de los vecinos que entran empapados buscando el refugio de sus hogares. La poca gente que hay por las aceras camina con prisa, hablando de fútbol, del tiempo, de las dificultades de encontrar entradas para los cines, del duro día de trabajo.
Muy lentamente el muchacho echa a andar hacia la soledad del parque. No piensa en nada. Siente ya el olor de la tierra, el de los arbustos, el de la hierba, el de los parterres. Ve la lluvia caer sobre el asfalto. Oye correr las gotas de agua por las hojas de los árboles, quedar prendidas en los terrazas con bombonas de butano abandonadas a la intemperie, brillar un mínimo segundo, ser sustituidas por otras que llegan raudas al sitio que sus compañeras han dejado disponibles para ellas. Escucha sus pisadas en la tierra blanda, como se quiebran los palos de las ramas caídos en el suelo, el murmullo de las acacias sacudidas por el viento; bisbiseo que va y viene como si fuese el ruido de un batir de alas de las palomas guarecidas en lo más frondoso de sus copas.
Camina. Se encoge alegre dentro de su chaquetón. Camina. Sobre él, así le parece, llueve más que sobre todo el barrio. Sigue caminando y todo para él se va quedando atrás. El barrio y su húmedo y lluvioso día. Pronto será verano y, como la lluvia en pocas horas, el tiempo desapacible desaparecerá como presagio de un prometedor futuro y de una vida mejor que tanto anhela.