12 de junio de 2020

La Genia Elsa y los churros

Por Delicias De Letras

por Elsa Ruiz y Glorika Adrowicz

La genia Elsa se perdió por el camino con los churros en la mano. ¡Qué rollo! Siempre le pedían a ella que hiciera las cosas. ¡Cosas de ser genia, decían!

No era justo que cualquiera pudiera pedirle lo que quisiera a todas horas. Y encima la mayoría parecía que no sabían ni donde vivían, y siempre le indicaban mal. ¡Era la tercera vez que se perdía esta semana!

La primera fue una llamada para ir Barcelona que en realidad era para Madrid; alguien quería una foto de Cristiano Ronaldo, pero debió frotar la lámpara de alguna manera rara, porque al final la genia Elsa terminó en el aeropuerto casi tropezando con Messi. La segunda, podéis imaginar, sucedió todo lo contrario.

Y lo peor era que a Elsa no le gustaba mucho el mundo del fútbol.

Ahora no sabía dónde estaba. Parecía una plaza con muchos edificios altos alrededor. No hacía mucho frío, y había algún niño jugando al balón (pensaréis que Elsa se sentiría aburrida por encontrarse otra vez en medio del fútbol, pero qué va, jugar le encantaba, a lo que fuera, y con un balón se pueden hacer muchas cosas). Se acercó a una estatua que había a su lado y leyó: «Millán Santos». Así que estaba en Valladolid, nada menos que en las Delicias. Bueno, pues no se había equivocado mucho, esta vez.

Vio a un niño cerca y le ofreció un churro para hacerse amigo de él. El pequeño lo cogió y le dijo que se llamaba Héctor.

Héctor sabía muchas cosas. Sabía, por ejemplo, que los churros eran dulces porque les echaban azúcar. Sabía lo que era un fuera de juego. Sabía cómo recoger la mesa después de comer y también limpiar las cacas de su perrita cuando esta las hacía en la calle. Pero sabía algo más importante en aquel momento para Elsa: sabía dónde vivían quienes le habían pedido los churros a la genia.

Un poco avergonzados, porque ya se habían comido la mitad entre los dos, Elsa y Héctor fueron a cumplir el deseo y llevar los churros. Las personas que los esperaban fueron muy amables, incluso se disculparon por no haber frotado la lámpara de una manera absolutamente cuidadosa (lo que había provocado que Elsa se desviara casi doscientos metros de su objetivo), y les invitaron a un chocolate para acabar entre todas los churros que quedaban.

Después de eso, y ya en la calle, Elsa y Héctor estaban muy felices.

–¡Hoy no tengo más deseos que cumplir! –exclamó la genia riendo.

Héctor se la quedó mirando.

–¿Y tienes que cumplir todos los deseos que te pidan? –preguntó, un poco mosqueado.

–Bueno, no puedo hacer daño a nadie, ni nada de eso.

–¿Y si yo te pidiese un balón? –preguntó Héctor, que no podía contener la ilusión.

Elsa se quedó callada un momento.

–Bueno, sí, si frotas la lámpara… ya sabes, ahora las venden en todos los supermercados. Casi no somos suficientes; antes todos eran genios los que cumplían los deseos, y las genias estábamos todito el día sin salir de las lámparas mágicas, pero desde que cualquiera tiene su lámpara, nos han obligado a salir, pero solo para hacer lo que nos digan…

No añadió nada más, pero si recordamos el comienzo del cuento, podéis imaginar que aquella situación no le parecía muy justa.

Héctor la miró fijamente, aún ilusionado.

–¡Qué mal! No te voy a pedir nada –aseguró, pero de pronto su cara se iluminó–. ¿Qué quieres hacer?

Elsa se sorprendió y sonrió. Nunca le habían preguntado a ella qué quería.

–¡Quiero descansar un buen rato! –gritó.

Héctor rio entusiasmado, mientras gritaba:

–¡Deseo concedido! –Y los dos se echaron a reír.

Fueron a casa de Héctor, que quedaba muy cerca de allí, y la mamá de Héctor acogió encantada a la genia Elsa, y entre ella y Héctor le prepararon una cama, así que por fin la genia Elsa pudo dormir y dormir, y dormir… Y si alguien tenía algún deseo, pues que se lo currara un poco, que para eso tenemos manos y seres queridos.

Héctor no la despertó ni una sola vez.