«Delicias de vivir en la calle Palacios» – Sofía García Bayón
Por Delicias De LetrasAbandonamos nuestro pueblo para vivir en la capital, que nos ofrecía más oportunidades. Al poco de llegar, mi padre comenzó a trabajar en lo que llamaba “la puta fábrica”. Mi madre gestionaba las incontables tareas de administrar una casa, con dos peques: Edu con nueve años, yo con seis y Javi en camino, que nació a los pocos meses de estrenar el piso, en la Calle Palacios, del barrio de las Delicias.
Con estos nombres, ¿cómo no íbamos a prosperar? Corría el año 1965.
Mi madre, que era la mejor modista, decía: “este piso todavía está hilvanado”. El cuarto de baño no tenía bañera, ni plato de ducha, ni azulejos. La cocina tampoco estaba alicatada. Los materiales y colores de las baldosas no lograban esconder los barros que traíamos de la calle, sin asfaltar, porque también estaba hilvanada.
La Calle Palacios, independientemente de la climatología, albergaba la población infantil que jugábamos con balones, a las canicas, pillando a los despistados, a saltar y caernos una y otra vez.
Las niñas cantábamos juntas en busca de las llaves perdidas en el fondo del mar, y nos divertíamos bailando con el novio de la Chata Merenguela.
Al anochecer, la calle se llenaba de voces de madres, asomadas a las ventanas llamando a sus hijos: “¡Agustíííínnn!, ¡Eduaaaardooooooo!, ¡Loooolyyyyyyyy!, ¡MariiiiiTereeeeeeee!: ¡Queee vaaamos a cenaaar!”.
El fastidio de abandonar nuestros juegos lo compensaban las tortillas de patatas, ensaladillas rusas y huevos fritos con tomate, que nos esperaban a la hora de la cena. De vez en cuando tocaba el bacalao. Javi y yo nos negábamos a comerlo, porque nuestro hermano canturreaba: “¿Quién se ha cagao? ¡Que huele a bacalao!”.
Edu y yo íbamos juntos a la Escuela Nacional Miguel de Cervantes, a mitad de camino, comprábamos churros en el puesto del Paseo Farnesio. Conservo la imagen de nuestras manos buscando en el cucurucho, para encontrar el manjar, caliente y sabroso.
Nuestros padres consideraron que Javi, al cumplir los cuatro o cinco años, podía salir a la calle y jugar, a condición de que nosotros lo cuidáramos y defendiéramos de los mayores, incluyendo los gitanos, que vivían en chabolas en el Alto de San Isidro, cerca de nuestra calle. Más de una vez tuvimos que pelearnos para rescatar algún juguete de Javi. Éramos responsables de volver a casa con el niño y su triciclo.
Muchos sábados, a mitad de las películas de Marisol, mi madre y yo, manteníamos la misma gresca:
- Tienes que ir a pesar a Javi. –Lo que suponía ir a la farmacia, en el Paseo San Vicente, a tres calles de nuestra casa.
- ¿Otra veeeeez la misma cantinela? –Protestaba yo, porque el encargo volvía a repetirse en el transcurso de la peli de Marisol, mientras cantaba la vida es un tómbola, tom-tom-tómbola.
- A ver si ha cogido peso –decía mi madre.
- ¡Si no come nada! ¡Es un mimado, todo el día contemplándole!
- ¡Que te levantes inmediatamente y vayas a pesarle! ¡Y que te escriba el peso en un papel!
Me levantaba, tirando del puñetero niño, que no decía ni misifú, no fuera a ser que encima le soltara un tortazo, que no me costaba nada.
En julio celebrábamos las fiestas del barrio, en honor a la Virgen del Carmen. Me gustaban mucho los autos de choque, aunque no tenía edad para conducirlos. Una tarde, con Javi pegado a mis faldas, nos acercamos a la Plaza del Carmen para ver cómo chocaban. En un pis pas, mi hermano se plantó entre los coches, dentro de la pista. Me lancé en su rescate y un coche me rozó el empeine. Cogí al niño en brazos, salimos de la pista y lo dejé en el suelo para darle un bofetón. Más tarde vi el estropicio que me había producido la goma del coche en el empeine. Al llegar a casa me lo curé, a escondidas, pero mi madre me descubrió.
- ¿Cuándo te has hecho esto? ¿Qué ha pasado? -me preguntó asustada-.
Javi y yo nos cruzamos la mirada mientras improvisaba cualquier mentira, para evitar la bronca por no haber sabido cuidar de mi hermano. Formaba parte del imaginario colectivo: Educar a los hijos e hijas para que sean super-mega-responsables.
Buceando en mi memoria puedo descubrir un grupo de niños agrupados alrededor de la tómbola, montada en el portal de nuestra casa de la Calle Palacios. El juego consistía en pagar unas monedas para adquirir unos papelitos verdes, depositados en una caja de zapatos, doblados en dos, que llamaban rifas para el sorteo de la tómbola.
Al desplegar la rifa, los participantes encontraban un número escrito; si coincidía con alguno de los juguetes expuestos sobre el primer escalón del portal, se lo podían llevar. ¡Habían conseguido el premio!
Me fui acercando más, moviéndome entre los niños apretujados hasta llegar a la primera fila; así descubrí que semejante negocio lo gestionaba directamente mi hermano Edu, a sus doce o trece años.
Boquiabierta, observé que la mayoría de las veces el papelito verde no contenía premio. Mi hermano guardaba el dinero dentro de un bote de hojalata, con una tapa de plástico azul.
Cuando el boleto estaba premiado se llevaban un regalo, por ejemplo unos indios y caballos, una bolsa con canicas, una pelota o mis muñecas. Todos esos juguetes eran nuestros. Aquello me pareció terrible.
Casi me muero al comprobar que el boleto premiado de Luisito, coincidía con el futbolín de Javi. ¡Se lo diría a mi madre para que le castigara!
Edu me acusaba de chivata mientras esperaba turno, para que mi madre me hiciera un hueco entre sus múltiples tareas. LLegado el momento, vislumbré un tubo de cristal entre sus oídos, comprobando claramente que mis acusaciones entraban por una de sus orejas, y salían intactas por la otra. Mientras tanto, había pasado mi tiempo, Edu celebraba su victoria y mi madre reanudaba sus quehaceres.
Me quedó el pataleo como defensa y pasó desapercibido. Los saltos de alegría y las patadas de rabia tenían parecidas formas e idénticos sonidos de fondo.
Los días de la infancia eran intensos. Al día siguiente íbamos juntos al cole, yo dos pasos detrás, porque Edu caminaba más deprisa. Cuando lograba alcanzarlo le preguntaba por el dinero de la tómbola. Me confesó que lo gastaba en el cine Delicias, muy cerca de nuestra casa. Me prometió que un día me llevaría con él. Yo ni sabía lo que era el cine, pero sólo porque me había incluido en su vida, ya le perdoné el robo de mis juguetes y olvidé mis rabietas.
Otra tarde, sin salir de nuestra Calle Palacios, escuché unas voces, dentro de un local vacío que después fue una panadería. Reconocí a Edu en los diálogos de los dos personajes de la historia de Pinocho. Adiviné que era un teatrillo de marionetas. ¡Yo también entraría a verlo, no quería perdérmelo!
Mientras intentaba colarme, llegué hasta algo parecido a un mostrador, montado con una tabla grande sobre cajas apiladas. Al otro lado de la puerta del local estaba Edu con las marionetas, esperando que entraran los espectadores. En la supuesta taquilla, Tito, su ayudante, se encargaba de cobrar las entradas.
- Tienes que pagar–me dijo Tito- cuando intenté pasar.
- ¿Cómo dices?
- Primero me das el dinero de la entrada y después puedes pasar.
- ¿Dinero? ¿Cómo voy a pagar si soy su hermana?-le pregunté, pues a mi edad desconocía el tráfico de influencias, pero tenía un gran sentido de la justicia, y justo era que pagaran los demás, pero yo no.
Tito me informó que tendría que preguntarle a Edu y me pareció bien.
Sentí que me envolvía una ráfaga de magia, desde mis trenzas, que empecé a mover de izquierda a derecha, en un giro presumido y cargado de orgullo por estar emparentada con Edu. Mientras llegaba Tito con la noticia, acompañé el giro danzando alrededor de mí misma, extendiendo los brazos en señal de victoria anticipada, girando sobre mi eje. La falda de mi vestido azul dibujaba un precioso y perfecto círculo. Apenas veía las caras de toda la chiquillada, esperando que entrara sin pagar, por ser la hermana del artífice del espectáculo que adivinábamos desde fuera.
Cuando vi llegar a Tito me dispuse a pasar.
- Dice Edu que, si no tienes dinero, no puedes pasar –me dijo, agarrándome el brazo-.
- ¿Quéeeeeeeeeeee?-exclamé, dando un frenazo, sintiendo que algo dejaba de girar en el mundo, además de mis trenzas y la falda de mi vestido.
La tarde que fuimos al cine no me asombró la gran pantalla y apenas entendí la película. Todo lo ocupaba Edu. Era más importante que los que salían en la película, que disparaban muchos tiros y me asustaban. Mi hermano sí que era el auténtico jefe porque mandaba todo el rato, todos le respetaban y se reían con él. Yo también estaba a su lado. ¿Qué me importaba la película? Me sentía en el centro del universo.
Cuando fueron desapareciendo mis juguetes y solo me quedaba el berrinche, Edu me prometió llevarme al circo, donde había leones amaestrados y jirafas y payasos y acróbatas y malabaristas. De nuevo me imaginé a su lado, llena de alegría, con su risa contagiosa y el aura que desprenden los auténticos elegidos.
Ya no echaba de menos mis muñecas porque Edu me fabricaba otros juguetes con cajas de cartón, mesitas con trozos de madera y serpientes con tapones de corcho; yo lo encontraba todo fascinante. Al poco tiempo desaparecían, y no preguntaba nada porque lo intuía.
La experiencia del circo me dejó un dulce sabor y un sólido recuerdo que alimenté durante muchos años, porque fui con mi abuelo. Si hubiera ido con Edu, me hubiera pasado tan desapercibido como el cine, porque él llenaba todo con su presencia, para bien y también para mal.
Comencé la adolescencia con la inauguración de las Piscinas de Canterac, en el magnífico parque del mismo nombre. El Ayuntamiento adquirió una parte de los terrenos de la finca. El resto fue donado por lo antiguos dueños: los curas escoceses. La operación fue el fruto de la gestión del cura Millán Santos, formando un importante movimiento social con un numeroso grupo de la juventud de las Delicias, lo suficientemente combativo como para reivindicar la construcción de un parque, con muchísimos árboles, jardines, paseos, columpios para niños y lo mejor: las piscinas.
El primer día que las abrieron, mis amigas y yo entramos las primeras y salimos las últimas. El precepto de “no se deja nada en el plato” lo llevamos al “no se desaprovecha ni un rayo de sol”.
El resultado de la gran exposición me produjo unas ampollas enormes y dolorosas. Mi madre logró curármelas y volví a la piscina, con la condición de que me llevara a Javi. Tenía siete años y se portaba muy bien. Yo le daba instrucciones –sin dejarme ninguna amenaza- y podía olvidarme de él bastante tiempo. Aquel día, en la piscina, vino su amigo Miguel corriendo:
- ¡Javi se ha desmayado!
- ¿Dónde está?– sentí que el corazón me salía del bikini.
- Allí, con el socorrista –me indicó.
- ¿Qué ha pasado?
- ¡Tropezó con una ducha!
Llegamos corriendo. El socorrista me dijo que ya estaba bien.
Le vi tumbado en la camilla, completamente blanco, tan rubio, tan guapo, tan pequeño, suplicando mi perdón con esos ojazos azules. Me implé y comencé a llorar, porque me daba vergüenza comérmelo a besos y abrazarlo.
Y entre sustos y risas, alegrías y berrinches, nos hicimos adultos, llevando encima nuestros roles de hermanos, construyendo sólidos cimientos para asentar nuestra relación, a lo largo de nuestras vidas.
La sobredosis de responsabilidad, propia de aquella época, siguió presente en nuestra trayectoria. Seguimos disfrutando de todo lo bueno y tuvimos que asimilar y superar lo peor que nos tocó vivir: la muerte temprana y trágica de nuestra madre.
Continuamos nuestros caminos, para volver, durante muchos años, a nuestra casa de la Calle Palacios (que después se llamó Murcia) del barrio de las Delicias.